Espíritu Público Miguel Alonso Rivera Bojórquez La peluquería “Ideal” ocupaba un pequeño espacio del edificio de 3,776 metros cuadr...
Espíritu Público
Miguel Alonso Rivera Bojórquez
La peluquería “Ideal” ocupaba un pequeño espacio del edificio de 3,776 metros cuadrados de construcción que hoy se encuentra abandonado en la esquina de boulevard Fco. I. Madero y avenida Aquiles Serdán, en el Centro Histórico de Culiacán, esperando ser rentado por alguien que pueda pagar medio millón de pesos al mes. Ahí me cortaba el pelo de pequeño allá por la década de los setentas y parte de los ochentas.
El edificio quedó olvidado luego de la muerte de su propietario, un tal señor Labrada, y ahora una empresa inmobiliaria se encarga de ofrecerlo en renta.
Los profesionales de la tijera que desfilaron por esa peluquería fueron, entre otros, Teófilo Acuña Jáuregui, Alfredo Cháirez, Víctor Martínez Baeza, Manuel Carrillo y Panchito Chávez. Algunos trabajaron en otras antiguas peluquerías como “Silvia” y la de la Caseta Cuatro.
A estos legendarios personajes también se les conoce como barberos, por supuesto, por la misma especialidad de acondicionar el cabello y como expertos en afeitar y delinear la barba y el bigote.
No recuerdo si mi mamá me llevó ahí porque era la peluquería que estaba más cerca de la casa o porque mi papá le recomendó el lugar al que ocasionalmente acudía a cortarse el pelo. Por recomendación paterna, que seguía fielmente, mi corte fue estilo “militar” hasta la adolescencia que me dejé crecer el cabello. Eran pocos en aquella época que se atrevían a andar “pelones”, yo era uno de ellos.
Recientemente visité el nuevo domicilio de la Peluquería “Ideal” en una plaza comercial ubicada por Juan José Ríos, entre Aquiles Serdán y Andrade. Sitio donde alguna vez tuvo su consultorio el doctor Jesús Alfredo Cuén Ojeda, como especialista en medicina del deporte. La nostalgia de ese sitio entrañable vino a mi mente.
El sillón del peluquero es un sitio más efectivo que el diván de cualquier psicoterapeuta: es suficiente que comience el “chac chac” de la tijera para que se active el habla del cliente. Aquí nadie se salva, ni siquiera por un pelo, sino que pierde la cabellera entera y todo fluye en el proceso del corte.
Un par de tijeras puede cambiar la personalidad de cualquiera, aunque sea temporalmente: acomodar el asiento, colocar la bata y la toalla alrededor del cuello es una especie de ritual. Delinear, dar forma, deslizar la navaja para afeitar y sacudir el cabello cortado con la brocha llena de talco es un placer indescriptible que relaja no solamente la lengua sino el cuerpo.
Detrás de las tijeras, de los cortes, peinados y afeitadas, hay un río de información que corre por el sillón del peluquero. Pero lo que se platica en ese santuario del cabello ahí se queda, igual que el pelo cortado que cae al suelo y se retira con la escoba para ir directo al bote de la basura.
Tradicionalmente, las peluquerías eran lugares donde se armaban debates sobre los temas públicos y foros de discusión relacionados con tópicos masculinos cargados de sexualidad. Eran sitios reservados para el hombre y quizás hasta para su machismo. Las estéticas son el similar femenino, sin embargo la modalidad Unisex, que creo surgió por los ochenta, ha orillado a las peluquerías casi hasta la extinción.
Independientemente del peluquero, cada uno con su propio estilo y arte, esta costumbre es gratificante y obligada. Parafraseando al escritor y médico irlandés Oliver Goldsmith, “para formar un caballero se necesitan varias cosas; ante todo visitar al peluquero”, agregaría que para buscar una terapia de relajación, una charla amena e incluso un buen consejo, ante todo, por supuesto, hay que visitar al peluquero.
Espero sus comentarios en:
*E-mail: correo@miguelalonsorivera.com
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La peluquería “Ideal” ocupaba un pequeño espacio del edificio de 3,776 metros cuadrados de construcción que hoy se encuentra abandonado en la esquina de boulevard Fco. I. Madero y avenida Aquiles Serdán, en el Centro Histórico de Culiacán, esperando ser rentado por alguien que pueda pagar medio millón de pesos al mes. Ahí me cortaba el pelo de pequeño allá por la década de los setentas y parte de los ochentas.
El edificio quedó olvidado luego de la muerte de su propietario, un tal señor Labrada, y ahora una empresa inmobiliaria se encarga de ofrecerlo en renta.
Los profesionales de la tijera que desfilaron por esa peluquería fueron, entre otros, Teófilo Acuña Jáuregui, Alfredo Cháirez, Víctor Martínez Baeza, Manuel Carrillo y Panchito Chávez. Algunos trabajaron en otras antiguas peluquerías como “Silvia” y la de la Caseta Cuatro.
A estos legendarios personajes también se les conoce como barberos, por supuesto, por la misma especialidad de acondicionar el cabello y como expertos en afeitar y delinear la barba y el bigote.
No recuerdo si mi mamá me llevó ahí porque era la peluquería que estaba más cerca de la casa o porque mi papá le recomendó el lugar al que ocasionalmente acudía a cortarse el pelo. Por recomendación paterna, que seguía fielmente, mi corte fue estilo “militar” hasta la adolescencia que me dejé crecer el cabello. Eran pocos en aquella época que se atrevían a andar “pelones”, yo era uno de ellos.
Recientemente visité el nuevo domicilio de la Peluquería “Ideal” en una plaza comercial ubicada por Juan José Ríos, entre Aquiles Serdán y Andrade. Sitio donde alguna vez tuvo su consultorio el doctor Jesús Alfredo Cuén Ojeda, como especialista en medicina del deporte. La nostalgia de ese sitio entrañable vino a mi mente.
El sillón del peluquero es un sitio más efectivo que el diván de cualquier psicoterapeuta: es suficiente que comience el “chac chac” de la tijera para que se active el habla del cliente. Aquí nadie se salva, ni siquiera por un pelo, sino que pierde la cabellera entera y todo fluye en el proceso del corte.
Un par de tijeras puede cambiar la personalidad de cualquiera, aunque sea temporalmente: acomodar el asiento, colocar la bata y la toalla alrededor del cuello es una especie de ritual. Delinear, dar forma, deslizar la navaja para afeitar y sacudir el cabello cortado con la brocha llena de talco es un placer indescriptible que relaja no solamente la lengua sino el cuerpo.
Detrás de las tijeras, de los cortes, peinados y afeitadas, hay un río de información que corre por el sillón del peluquero. Pero lo que se platica en ese santuario del cabello ahí se queda, igual que el pelo cortado que cae al suelo y se retira con la escoba para ir directo al bote de la basura.
Tradicionalmente, las peluquerías eran lugares donde se armaban debates sobre los temas públicos y foros de discusión relacionados con tópicos masculinos cargados de sexualidad. Eran sitios reservados para el hombre y quizás hasta para su machismo. Las estéticas son el similar femenino, sin embargo la modalidad Unisex, que creo surgió por los ochenta, ha orillado a las peluquerías casi hasta la extinción.
Independientemente del peluquero, cada uno con su propio estilo y arte, esta costumbre es gratificante y obligada. Parafraseando al escritor y médico irlandés Oliver Goldsmith, “para formar un caballero se necesitan varias cosas; ante todo visitar al peluquero”, agregaría que para buscar una terapia de relajación, una charla amena e incluso un buen consejo, ante todo, por supuesto, hay que visitar al peluquero.
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