Es urgente comprender que el feminicidio no se reduce al hecho de que la víctima sea mujer, sino que implica una carga de violencia motiva...
Es urgente comprender que el feminicidio no se reduce al hecho de que la víctima sea mujer, sino que implica una carga de violencia motivada por razones de género. La distinción no es trivial: tiene consecuencias legales y sociales de fondo.
El feminicidio no es cualquier asesinato de una mujer. En Sinaloa, la ley establece criterios claros para identificar cuándo la violencia es de género y cuándo no. Distinguirlo no es minimizar, sino enfocar correctamente la lucha por la justicia.
Hablar de feminicidio en Sinaloa, como en muchas partes del país, es hablar de una realidad lacerante. Sin embargo, también es hablar de un término legal que tiene una definición precisa, condiciones concretas y consecuencias específicas. Y en una época donde la palabra se usa muchas veces como sinónimo de cualquier crimen contra una mujer, es vital volver a la ley para evitar confusiones que pueden costar justicia.
El Artículo 325 del Código Penal Federal es claro: comete el delito de feminicidio quien prive de la vida a una mujer por razones de género.
Esta condición —la motivación de género— no siempre está presente. Para que se configure legalmente el feminicidio deben cumplirse al menos una de siete circunstancias previstas por la ley: desde signos de violencia sexual, mutilaciones, antecedentes de violencia, amenazas previas o una relación afectiva entre víctima y victimario, hasta la exposición del cuerpo en un lugar público.
Ejemplos hay de sobra para entender la diferencia. Si una mujer es asesinada por su pareja sentimental tras una larga historia de maltrato y su cuerpo es dejado en un terreno baldío con huellas de tortura, hablamos de un feminicidio. Pero si una mujer muere durante un robo en el que también matan a hombres y no hay indicios de que el crimen fue motivado por su género, estamos ante un homicidio doloso.
En el estado, el feminicidio está definido en el Artículo 134 Bis del Código Penal de Sinaloa, que establece:
“Comete el delito de feminicidio quien por razones de género prive de la vida a una mujer.”
Pero esta frase, aunque contundente, exige contexto. La misma norma detalla varias circunstancias que permiten su configuración: si la víctima presenta signos de violencia sexual; si sufrió lesiones o mutilaciones degradantes; si existían antecedentes de violencia familiar, afectiva o laboral; si fue incomunicada; si hubo amenazas previas; o si su cuerpo fue expuesto públicamente, entre otros factores.
No basta, entonces, con que la víctima sea mujer. Lo que determina el feminicidio es la motivación de género, ese desprecio violento hacia la condición femenina, esa intención misógina que convierte al cuerpo de la mujer en objeto de castigo, control o destrucción.
Las penas por este delito en Sinaloa oscilan entre 22 y 50 años de prisión, pero pueden incrementarse hasta 60 años si existió una relación de parentesco, afectiva o de confianza con la víctima. Además, desde 2021 el feminicidio es imprescriptible, y desde 2023, gracias a la llamada “Ley Monzón”, quienes sean declarados culpables pierden la patria potestad sobre los hijos de la víctima. Asimismo, los servidores públicos que obstaculicen la investigación de un feminicidio pueden ser sancionados con prisión e inhabilitación.
Esta evolución legal es producto de años de lucha de colectivos de mujeres, víctimas indirectas, abogadas y activistas que han exigido que el Estado nombre con claridad esta forma de violencia y actúe con contundencia. Pero para que el marco jurídico funcione, necesita también de una opinión pública que entienda sus límites, su sentido y su importancia.
Decir que no todo asesinato de una mujer es feminicidio no es minimizar el crimen, ni mucho menos justificarlo. Es nombrarlo con precisión para que el castigo sea el adecuado, para que la investigación sea con perspectiva de género cuando debe serlo, y para que las estadísticas no se deformen con base en percepciones equivocadas.
Por ejemplo: si una mujer muere en medio de un asalto armado donde también mueren hombres, y no hay evidencia de violencia de género, estamos ante un homicidio doloso. En cambio, si una mujer es asesinada por su pareja después de años de maltrato y el cuerpo presenta signos de violencia sexual, sí estamos ante un feminicidio.
En un estado como Sinaloa, donde la violencia tiene múltiples rostros, esta distinción no es un tecnicismo: es una herramienta para la verdad. Porque si todo es feminicidio, al final nada lo es. Y eso debilita no solo las estadísticas, sino también los protocolos, las fiscalías especializadas y las sentencias ejemplares.
En resumen: visibilizar el feminicidio es una urgencia, pero también lo es nombrarlo con exactitud legal. Hacerlo no solo honra a las víctimas, sino que permite al sistema de justicia actuar con mayor fuerza. Porque la justicia no nace del escándalo, sino del rigor. Y en esa batalla, el lenguaje y la ley deben ir de la mano.